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Este año, después de más de treinta años, regresé a Chile. Estuve en 1972: deseaba vivir la experiencia de un régimen social diferente del que existía en mi nativo Estados Unidos. La coalición de Salvador Allende, formada por socialistas, comunistas, cristianos e independientes de Izquierda, la Unidad Popular, había obtenido un triunfo electoral sobre las fuerzas divididas de los partidos conservadores y reaccionarios e iniciaba uno de los más importantes episodios de la moderna historia socio-política. Para algunos, la presidencia de Allende llevó a Chile al borde de la dominación totalitaria marxista. Para otros, incluyéndome, fue el único tiempo en que floreció la esperanza de que la igualdad social y económica y la justicia podían ser alcanzadas por medios democráticos.
En la visita de este año, vi a Chile como es hoy: un país pacífico, democrático y próspero -al menos para los sectores privilegiados-. Las aspiraciones revolucionarias de los años de Allende que encendieron la imaginación y el fervor de tantos, mientras horrorizaban y enfurecían a otros, han sido borradas por los signos de una moderna y en apariencia floreciente economía capitalista: un limpio y eficiente sistema de ferrocarril subterráneo, paseos peatonales bordeados de tiendas en el corazón de la ciudad; rascacielos de oficinas y hoteles de acero y vidrio, calles y calles de casas lujosas recién construidas en comunidades cerradas. En los enormes malls llenos de todo tipo de productos de consumo, es fácil imaginar que uno está en el corazón de alguna megalópolis norteamericana o europea. El palacio presidencial, La Moneda, luce como cuando Allende era presidente. Los grandes boquetes abiertos por el traicionero bombardeo de los aviones de la Fuerza Aérea hace tiempo que fueron tapados y el edificio reconstruido.
Pero si los signos de riqueza y modernización están constantemente en evidencia, no hay que raspar mucho para encontrar las dramáticas diferencias entre la llamada clase media -que representa menos de un tercio de la población- y la masa del pueblo. Me informaron que alrededor de un setenta por ciento de los chilenos gana el salario mínimo de 240 dólares al mes, o menos (130.000 pesos). Con ese ingreso los brillantes edificios, las hermosas casas y los modernos malls, e incluso el Metro, están fuera del alcance de las personas corrientes. Buses destartalados, repletos de pasajeros, vomitan humo todavía y hacen triple fila en las calles del centro de Santiago. Han disminuido las poblaciones miserables, muchas de ellas han sido erradicadas y están mejor cuidadas, pero todavía están allí. La desesperación que produce la pobreza maquillada y sin esperanzas obliga a estar muy alerta en el centro de Santiago, donde el crimen y la delincuencia son problemas serios. La población indígena de Chile, los mapuche, todavía es víctima de una dura discriminación y en muchos casos vive en una pobreza abismante. Mientras en conjunto la vida de los trabajadores pobres mejoró en los últimos treinta años, la brecha existente entre los privilegiados y el resto de la población se ha acentuado, fundamentalmente por el enorme flujo de inversión extranjera y la privatización de prácticamente toda la actividad económica chilena. En contraste con la vida de los pobres, los modernos enclaves del barrio alto son como un país dentro del país, o como alguna gente me dijo, “la reconquista de Chile por España, Europa y Estados Unidos”.
Aunque en los murales pintados en las riberas del río que atraviesa Santiago se reclama una revolución socialista, aunque Punto Final -que fue la más poderosa voz independiente de la Izquierda en la época de Allende- se vende nuevamente en los quioscos de periódicos; aunque la Nueva Canción continúa reverberando con el espíritu de Víctor Jara, Quilapayún e Inti Illimani, y aunque Allende, la película de Patricio Guzmán, atrae gran número de espectadores, sería erróneo negar que el actual clima político es muy diferente del que existió durante la presidencia de Allende. Incluso Michelle Bachelet, militante del Partido Socialista -que fue detenida y golpeada por agentes de Pinochet, y cuyo padre murió en prisión (falleció de un ataque al corazón después de haber sido torturado)- está muy cerca de ser elegida presidenta de la República, ni ella ni su partido visualizan un cambio serio en materia de las grandes inequidades de riqueza y poder que existen actualmente en Chile. En gran medida los que tienen dinero tienen crédito y son consumidos por el consumo, mientras que los que no lo tienen, son consumidos por la sobrevivencia.
Sin embargo todavía hay brasas ardientes, quemantes corazones de gente que cree en la necesidad de un cambio radical en materia social y económica: funcionarios de gobierno que tienen fotos del Che en la pared y profundas convicciones en su alma; jóvenes artistas que entonan edificantes canciones a la memoria de Miguel Enríquez -líder del MIR, el grupo que propiciaba cambios más rápidos y radicales que la Unidad Popular de Salvador Allende-; partidarios de la UP que han regresado del exilio para continuar su lucha mientras vivan y jóvenes activistas, ecologistas y antiglobalización, que se lanzan a la calle a protestar cuando el presidente Bush visita el país. Son todavía muchos los que sienten que debe ser posible construir una sociedad más justa y equitativa, un mundo más humano. Ellos hacen revivir la esperanza y la energía, tan palpables durante la presidencia de Allende.
Essays on creativity, community, social change, and the search for meaning
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