Para el grueso de los estadounidenses, la expresión “socialismo” continúa recargada de connotaciones negativas que resulta más tentador eludir el tema por completo. Vinculado a los excesos más aterradores de regímenes totalitarios, desde Stalin a Pol Pot, y sinónimo de represión brutal de derechos y libertades, para gran parte de la gente estadounidense el término “socialismo” significa subordinar la dignidad y las garantías individuales al servicio de una dictadura burocrática y autoritaria del Estado que sólo sirve los intereses de una elite política que estableció las reglas y disfruta de todos los beneficios, mientras el resto sufre bajo la bota monótona de un opresivo e implacable control estatal, viviendo una depresiva desesperanza gris que aplasta las aspiraciones personales.
Incluso rara vez invocan los ideales socialistas quienes se auto definen como de izquierda en Estados Unidos. Barack Obama, por ejemplo, negó con vehemencia tener intención alguna de “socializar” la atención médica, para no hablar del conjunto de la economía del país. Aquellos que se sitúan a la izquierda del partido Demócrata también prefieren llamarse a sí mismos “progresistas” en vez de “socialistas”, y aún mucho menos “marxistas”.
El término socialismo es menos vilipendiado en Europa. Allí abundan los partidos con apellido socialista, que en alguna época hicieron mayoría en el Parlamento Europeo y, recientemente, accedieron de nuevo al poder en Francia. Pero, como exactamente preguntó el diario The New York Times (1), al referirse a la reciente elección de François Hollande como Presidente de Francia, “¿Qué significa, de todos modos, ser socialista en estos días? No mucho. Ciertamente, nada radical”. Partidos socialistas de Europa, al igual que el partido Demócrata de Estados Unidos, pueden apoyar las políticas que benefician a una mayor parte de la población trabajadora, en comparación con sus rivales más conservadores, pero no conciben ningún reordenamiento radical del orden socioeconómico vigente.
El socialismo, entonces, es vilipendiado simultáneamente por los conservadores como una amenaza fundamental para la libertad humana, mientras sus “defensores” lo diluyen a tal punto que apenas se puede distinguir de un liberalismo tibio. Si, como afirma la gran prensa de Estados Unidos y Europa, el socialismo radical –aquél que prevé una reorganización significativa de la sociedad– no es más que un anacronismo, una filosofía política sin importancia contemporánea, ¿por qué siguen cultivando tan intensa hostilidad? ¿Y por qué algunos, como yo, continúan argumentando que el socialismo sigue siendo la alternativa más viable y representa una enorme mejora potencial del statu quo?
Tanto rechazo a considerar seriamente la alternativa socialista se explica en parte, principalmente en Estados Unidos, por la aversión reinante contra todo lo que se pueda identificar como “ideología”. Casi todos los “ismos” son vistos hoy como palabras sucias, tanto entre “liberales” como entre conservadores. Toda noción de “ideología” resulta peyorativa e implica devoción por una causa estimada irracional y, a la vez, demasiado intelectualizada. Es como si el proceso de formulación de cualquiera estructura de ideas de alguna manera fuera responsable de todas las atrocidades cometidas en nombre de una ideología. La ideología del socialismo –que en términos generales significaría esencialmente algo más que las metas liberales– está doblemente recargada de connotaciones negativas. Los votantes de Estados Unidos pueden apoyar apasionadamente a una de las partes y odiar a la otra, pero la mayoría estaría de acuerdo en que ninguna ideología puede y debe ser parte de la discusión sobre cómo dirigir el país. Esta hostilidad se extiende a cualquier debate serio sobre los principios subyacentes acerca de qué es y cómo podría ser transformada nuestra sociedad.
Al extirparse del debate a la ideología socialista, el capitalismo continúa monopolizando el arquetipo de lo “inevitable”, a pesar de todas sus injusticias, desigualdades y miserias, y aún en el clímax del colapso inminente. Incluso evaden su necesidad de defender este sistema donde quienes más se benefician de la explotación de los trabajadores y de la absorción de la parte más gruesa y desproporcionada de los recursos del mundo, otorgándole statu quo de paradigma o alternativa única, disfrazándola con eufemismos como “economía de libre mercado”, a la hora de describir un sistema que es cualquier cosa menos libre y nada parecido a un mercado abierto.
Es como si el capitalismo no fuera una ideología, sino simplemente un aspecto permanente y de apariencia “natural” del mundo moderno. Sin embargo, rara vez aparece como alternativa imaginable que los críticos del statu quo censuren su inhumanidad, su explotación generalizada y las privaciones que impone a tantos para beneficiar a unos pocos. Parece más fácil imaginar el caos, incluso el bíblico Armagedón, que el surgimiento de una sociedad más equitativa, más justa y con una organización social más democrática. A pesar que ya se aprecia gente levantando la voz contra la injusticia económica y la opresión política, rara vez observamos una clara visión de futuro que elimine la injusticia, la desigualdad estructural de oportunidades económicas, la distribución inequitativa de los recursos del planeta, la privación de los derechos políticos y la opresión. Nadie imagina que pueda tomar su lugar una sociedad más equitativa, más democrática.
Otra parte del problema radica en que quienes se oponen a un reordenamiento significativo de la sociedad se han apropiado del mercado de la “democracia”. Mucha gente de mente abierta y progresista apenas puede comprender que el socialismo no sólo puede ser compatible con la democracia, sino que ésta es esencial para su éxito. La mayoría de nosotros reconoce que, al menos en Estados Unidos, vivimos una parodia de democracia legítima. Dicho de manera más simple: a pesar del avance intermitente –y retrocesos frecuentes– de la lucha por una “persona es igual a un voto” [en el sistema electoral estadounidense], hemos ido perdiendo más y más terreno en la lucha para que una persona sea igual a una voz.
Desde que la Suprema Corte de Estados Unidos entregó la presidencia en manos George W. Bush, sus decisiones han puesto dramáticamente otro clavo en el féretro de “la nivelación del campo de juego” en favor del poder de la riqueza en el control del gobierno, sin considerar a las corporaciones que declaran ser “personas” respecto a la libertad de expresión. Los gobiernos estadounidenses y europeos barnizan el sistema con la apariencia de que “cualquiera puede ganar”, mientras garantizan perspectivas significativamente distintas, especialmente para la ideología socialista, que hoy no tiene ninguna posibilidad de llegar con sus ideas a un amplio sector de la población.
Evadir la discusión sobre la ideología socialista trae como resultado final que quienes exigen un cambio radical no han definido una visión clara de futuro y esto incluye a gran parte del movimiento Occupy de Estados Unidos. La consigna Somos el 99% es un grito de guerra brillante: la verdad es que sólo aquellos del “1%”, y muy probablemente todavía menos, son los beneficiarios del statu quo. Pero ese “1%” tiene aliados extremadamente poderosos en la clase dirigente (incluyendo a la mayoría de los políticos profesionales), a quienes pagan generosamente por servir sus intereses como “1%”. La mayoría, aún en la izquierda, se cuida de reconocer que un reordenamiento socioeconómico significativo implicaría cambios que afectarían no sólo a los muy ricos, sino también a quienes se consagran a su servicio.
Tampoco es concebible que el proceso de cambio será simple y fácil. La transformación de la sociedad será una lucha larga y difícil. No será la mera cuestión de aumentar los impuestos a los más ricos del “1%”. Y es absurdo tratar de vender este cambio como indoloro. Pero aún es más tonto abandonar los ideales socialistas porque sea difícil la lucha para alcanzarlos. No obstante, la batalla vale la pena librarla.
El núcleo del ideario socialista es la distribución equitativa de los recursos. Comienza con la riqueza económica, que se extiende al acceso amplio a la atención de salud y oportunidades anchas de educación, pero también incluye recursos políticos, es decir, acceso al poder y a su influencia. La realización final de este ideal se extendería a todo el planeta, más allá de las fronteras de los estados-nación. Y esto sería muy diferente a la “globalización” que vemos hoy en día: un mundo en que el accidente del nacimiento en un determinado país no condiciona el propio destino socioeconómico.
La proposición del capitalismo es todo lo contrario. Postula que cuanto más aumenten los recursos que ya controla el capitalismo, habrá acceso a la distribución de todos los recursos. Su único principio rector es la corporación, la unidad fundamental de la sociedad capitalista, cuya definición explícita establece su propia rentabilidad como razón de ser sine que non.
Las corporaciones, por supuesto, están compuestas por individuos. En el caso de las grandes compañías, estas individualidades son extraordinariamente ricas. Blindados ante prácticamente todas las formas de responsabilidad social, el único riesgo para estas personas es que pueda disminuir su participación en la riqueza de la corporación. El concepto básico en la definición de una corporación es que sus propietarios tienen “responsabilidad limitada”. Así, la expresión “LLC” [en inglés, responsabilidad limitada de la corporación] que acompaña los nombres corporativos en Inglaterra, en Estados Unidos fue sustituida por el menos evidente término “Incorporated” [Inc., sociedad anónima]. El consejo de directores podría enterarse de pérdidas que podrían conducir a la quiebra a la corporación, pero sus finanzas personales están protegidas por la ley, así como sus prácticas, y ni hablar de la responsabilidad penal por el daño que su empresa puediera haber provocado al medio ambiente, a sus trabajadores o clientes.
Aunque derechamente el comunismo pueda declarar que “toda propiedad es un robo”, la ideología del socialismo no exige el control gubernamental completo de todos los aspectos de la economía y la vida. La propiedad privada y la iniciativa individual a la escala razonable de pequeñas empresas son totalmente compatibles con la idea de que la gran mayoría de los recursos necesarios para todos –agua potable, electricidad, salud, participación en la toma de decisiones políticas, etc.– son esencialmente recursos compartidos que deben estar bajo control público. Ni siquiera hay nada que impida a una persona poder beneficiarse de sus propios esfuerzos. Lo único prohibido es beneficiarse excesivamente de la acumulación de capital hasta el punto de explotar y oprimir a los demás.
El potencial para el cambio social significativo subyace en el concepto Somos el 99% del movimiento Occupy. Sin embargo, incluso muchas de las personas más progresistas se muestran reacias a hablar sobre cómo la sociedad podría ser diferente. Hay un problema al desechar cualquier propuesta que se asemeje remotamente a un pensamiento ideológico: Al exponer las profundas fallas de la economía mundial actual y la privación amplia del voto que la acompaña, ¿hacia dónde se propone seguir adelante? ¿Cómo salir del actual precipicio? El “99%” es un punto de partida decente. Las luchas de los pueblos indígenas de Ecuador y Chile son otro punto de partida. Tenemos que empezar a formular cómo podría lograrse un mundo más sano.
Y es por esto que resulta un error eludir hablar del socialismo. Porque, y esto es medular, el estigmatizado socialismo todavía es una buena alternativa viable frente al capitalismo: los recursos sociales deben dividido en partes iguales entre los que hacen la obra, en lugar de un sistema que santifica el derecho de los ricos para controlar las leyes de la tierra y los recursos del planeta.
El socialismo contempla cambiar fundamentalmente esta relación. Propone que la economía de una sociedad sea controlada por los miembros de esa sociedad, no por la riqueza acumulada, ya sea por individuos o, peor aún, por “entidades corporativas” que no son más que conjuntos de individuos que cosechan los beneficios de la propiedad, mientras la ley los protege diligentemente de su responsabilidad individual.
Pero así como es riesgoso apegarse demasiado a la teoría, también puede resultar problemático avanzar sin tener clara la respuesta a la pregunta ¿hacia dónde vamos? Es devastador dejarse intimidar por el abuso y la denigración de la ideología socialista. Si el socialismo fuera tan anacrónico e irrelevante como dicen que es sus oponentes, entonces no habría ninguna reacción ante la más mínima sugerencia de considerarlo una solución a los violentos dolores económicos y políticos que acompañan al actual orden socio-económico y político.
En particular, hemos visto –y seguiremos viendo– en América Central y del Sur nuevas situaciones en las que el socialismo no puede ser tan fácilmente desahuciado, como lo es en Estados Unidos. Aunque Hugo Chávez en Venezuela o Rafael Correa en Ecuador o Evo Morales en Bolivia no pudieran ser modelos perfectos de líderes políticos iluminados con una visión socialista, cada uno ha contribuido a mantener estos ideales en el centro de la discusión del reordenamiento de su respectiva sociedad. Sólo tenemos que observar la violenta represión en Nicaragua y Chile cuando avanzaron hacia la socialización de sus economías para comprender lo importante que es para los poderes asegurarse de que no exista alternativa alguna que se permita poner a prueba el statu quo socioeconómico. Desafortunadamente, particularmente en Estados Unidos, la mayoría de la población tiene un conocimiento limitado sobre el resto del mundo y una memoria corta para lo terrible. Pero jamás hay que olvidar el grado de apoyo violento prestado por Estados Unidos a los regímenes dictatoriales que trataron de borrar para siempre la noción de que los ciudadanos de otros países puedan elegir libremente a líderes imbuidos de ideales socialistas. Sólo esto nos debería recordar que esos ideales son vistos como una enorme amenaza para su hegemonía por aquellos que detentan el poder.
Para quienes buscan un cambio significativo, llegó la hora de sacudirse el miedo a ser tildados como radicales de ojos desorbitados, bolcheviques con bombas molotov y anarquistas que se adhieren a sueños marxistas largamente descartados. Necesitamos ser capaces de hablar con sensatez y apasionadamente sobre compartir los recursos del planeta y participar en los procesos políticos que procuran esta re-distribución.
Traducción Ernesto Carmona